16 jun 2011

Cuento

"Mi fé es mi escudo"



Soy Nicolas Ransten, un sacerdote que llevaba su vida tranquila con su familia y sin problemas. Bueno, solo uno, mi gobierno me ha encargado una misión, la de ir a Los Ángeles, California, a ir a investigar un suceso paranormal y sobrenatural; un edificio está en estado de cuarentena. Por lo que dicen, por allí hay personas poseídas por espiritus malignos. Me pondrán al mando de un comando formado por cuatro policías SWAT y tendré que ocultar mi verdadera identidad como sacerdote, para que no cunda el pánico.
Al llegar a California, me dirigí directamente a mi objetivo. Pronto me encontré con algunos transportes de policías especiales, coches patrullas, ambulancias, etc. La casa estaba muy mal. El comisario me presentó a los cuatro voluntarios: Jackson, el típico perfil de un soldado fuerte decidido a todo; Leandro, un cabo de segunda mano valiente pero con miedo; Robert, ya era especializado en este tipo de situaciones; y por último, Spencer, sargento del escuadrón.
La casa, más que una casa, era un edificio de pisos envuelto en plástico que conectaba con una entrada, también cubierta de plástico. Cuando entramos solo vimos una cosa que nos sobrecogió a todos: un charco de sangre, pero no cualquiera, parecía contaminada por algún tipo de virus; mientras los soldados miraban las esquinas, yo aproveché para coger un poco de esa sangre y echarle un poco de mi frasquito de agua bendita y provocó una reacción que yo me esperaba: la sangre empezó a arder: por aquí ha pasado el mal. Subimos a los pisos superiores y entramos en una habitación donde la soledad abundaba, pero no por mucho tiempo. Uno de mis hombres se adelantó, y de pronto, un niño, desnudo y deformado por el mal, intentó morderle, pero yo saqué a tiempo mi cruz de madera y se la enseñé al niño, que se quedó quieto mirando fijamente a la cruz. Pero Leandro, por el pánico, apuntó su escopeta contra la cabeza del niño y se la pulverizó con un disparo, desparramando los trocitos del cerebro y la sangre por el suelo.
- ¿Qué le has enseñado, quién eres en realidad, quién te envía? - me preguntó Leandro con pánico, confusión y miedo. Se lo dije todo y los demás policías se enteraron. Me pidieron que saliera del edificio al ser un civil, pero yo tenía que encontrar la sangre de una niña que estuvo o sigue poseída, pero, mientras discutíamos, otro problema estaba ocurriendo afuera del edificio.
Una pandilla de tres amigos, (dos de ellos hermanos) adolescentes, de los que se meten en peleas y van de botellonas, quería entrar en el edificio. Por supuesto, no les dejaron, así que buscaron otra ruta alternativa; abrieron la tapa de una alcantarilla y fueron hacia donde se encontraba el edificio. Como los policías también estaban en las alcantarillas y subieron rápidamente por la tapa que conectaba con el edificio. Entraron en una sala que parecía el almacén. De repente, encontraron una pistola junto a una caja, y en ese momento entramos nosotros; no solo nos sorprendimos al verlos, sino también por el arma que llevaban. Asustados, inmediatamente nos dijeron sus nombres: Enrique (propietario del arma), Francisco y Desi (hermanos). Nos encargabamos ahora de dos misiones: encontrar la sangre y proteger a los adolescentes.
De camino a la salida para sacar a los adolescentes, una silueta pequeña obstaculizaba. Soltó primero una risita de niña, pero mientras se reía su voz sonaba grave. Se acercó a la claridad y era la misma niña por donde corría la sangre que tanto apreciaba. Los niños se quedaron atrás llorando y los policías pusieron el láser de sus armas en la frente de la niña.
-Quieres mi sangre, ¿no, necio? -me dijo y se río, vomitó sangre y se abalanzó a los polícias. Escuché un grito de ayuda atrás, pero no le hice caso al sonido, tenía mi objetivo delante. Cuando me quise dar cuenta la niña había acabado con los policías de una forma inhumana. Luego me miró y dijo:
-¡Si quieres mi sangre, cogela!, -se me abalanzó a la velocidad del sonido y me quiso morder, pero tuve los suficientes reflejos como para ponerle la cruz en la boca. Con ese contacto y unas palabras más, se desintegró y cogí un poco del anterior vomito de la niña, sentía de todo: soledad, tristeza... el vomito parecía producir un gas como el humo de un tubo de escape de un coche y entre esa espesura, encontré algo que no tenía que haber encontrado, una foto de la niña antes de la enfermedad, con sus padres mirando las estrellas en una colina, y entonces me dije:
-Señor, ¿por qué me pones estos retos que no me puedo perdonar?

Alejandro Ignacio Ortiz 2º A

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